TORREBRUNO, EL DE LAS GOLOSINAS
(por Leonard Quercus)
Foro A Galopar & Turfinternet, 12/03/2007

Creo que la secuencia completa y exacta era así: "Caramelos, pipas, chicles, kikos, bombón helado".
Pero lo de bombón helado no sonaba tal y como lo habéis leído, porque Torrebruno arrastraba la primera "o" de la palabra bombón tres o cuatro segundos en el aire y luego unía esa palabra (bombón) con el adjetivo helado en una misma elocución férrea y trepidante.
La secuencia exacta y completa, tal y como la escuchábamos en La Zarzuela, venía a sonar, pues, así: "Caramelos, pipas, chicles, kikos, booooombonhelàdo (y la última parte de booooombonhelàdo muy rápido).
Yo le llamo ahora Torrebruno porque al intentar ponerle cara al recuerdo que tengo del hombre que nos vendía las golosinas en el Hipódromo a finales de los setenta y principios de los ochenta me sale la cara de Torrebruno.
No era tampoco nuestro Torrebruno un hombre alto, y gastaba una barriga muelle que le asistía en la mitológica tarea de llevar la nevera en la que portaba los booooomboneshelàdos.
Vestía pantalones oscuros en invierno y los cambiaba por otros de lino en el verano, y una chaqueta de camarero de color blanco virginal; y su frente se perlaba de miles de minúsculas gotitas de sudor esos despiadados días de Mayo y Junio en los que el sol aprieta de firme, aunque la chaqueta no se la quitaba.
Pendía su refrigerador de una cincha que se colgaba en bandolera, y desde la Tribuna se podía apreciar en Torrebruno esa curva de la espalda que se aprecia también en las embarazadas que ya tienen mucha tripa.
Yo fui siempre poco de comprar golosinas, lo que ha debido ser un coto innato y misterioso de que me ha dotado la madre naturaleza porque hay golosinas de las que me comería sentado como un indio diez o doce kilos siquiera sin despeinarme.
Fui poco siempre de comprar golosinas, os decía, pero sí me llamó la atención cada vez que traté con Torrebruno que me despidiese de manera invariable y tras la lógica transacción comercial entre nosotros con una idéntica orden taxativa: arrea.
Arrea era el vocablo que usaba Torrebruno para despedirme. No decía adiós, hasta luego, ni gracias, sino un arrea escueto y fulminante.
Y no os tendría nada más que contar hoy si no hubiera sido porque en los tiempos en los que Torrebruno se paseaba por La Zarzuela con su cincha en bandolera y los booooombones en el marsupio competía también en las pistas un caballo al que llamaron Arrea.
Yo, que soy de volátil imaginación ingénita, y como no había escuchado la palabra arrea como fórmula de despedida hasta que la empleó conmigo Torrebruno en el Hipódromo, pensé durante un tiempo que los "arreas" de Torrebruno obedecían a que Arrea era caballo de Torrebruno, y que Torrebruno le hacía a su caballo una publicidad novísima y brutal por si se daba el caso de venderlo, como vendía por entonces con su chaqueta de camarero esos chicles y caramelos. Una justificación peregrina mía del porqué de sus "arreas" que resultó inocua del todo.
Más tarde empecé a pensar que era una manera subconsciente de dar ánimos al caballo que posiblemente fuera su predilecto, otra justificación mía casi tan peregrina como la primera y que también resultó inocua.
Lo malo fue, oh camaradas, cuando me dio por concluir que los "arreas" de Torrebruno no eran sino pistas subrepticias que Torrebruno me deslizaba magnánimo por ayudarle yo a mantener su negocio, algo que me supuso un quebranto no pequeño en mis arcas exiguas al estar apostando yo infructuosamente por Arrea los veinte duritos que me tocaban de la propina de mi padre hasta que comencé a ver a Torrebruno con los ojos del disfavor tras alcanzar la cuarta y última explicación que tuve a bien por conferir a sus "arreas".
Torrebruno se fue diluyendo entre el público de La Zarzuela hasta que desapareció definitivamente, dejando nuestras ansias de golosinas bajo el patrocinio de un hombre bastante más joven cuya voz no se elevaba a ningún extremo inspirador. Y se llevó Torrebruno su alocución particular y sus "arreas" intrigantes allá a dónde él se fuera.
Se las llevó, igual que la brisa de hoy se ha llevado esa explicación última que me libró de seguir perdiendo pasta con Arrea a ese recóndito paraje del que dicen los grandes poetas que es donde habita el olvido.